Ha llegado en silencio y con una sonrisa, acompañada de un buen samaritano que ha tomado el pesado macetero, lleno de florecillas que rompen con su colorido la sobriedad del templo.
No mira ni a derecha ni a izquierda, sino que pasa de largo por entre las imágenes (incluido el Cristo resucitado del altar principal) y cae de rodillas ante el sagrario.
Las flores son para Jesús Sacramentado, indudablemente, y lo sé porque siento brotar en el silencio y la quietud la emoción sublime del Dios que se siente amado.
No son rosas, ni orquídeas, apenas unas margaritas, claveles y cualesquiera otras humildes flores que rellenan el vacío poblado de verdor. Flores económicas, dirían los más; pero eso no importa, porque Dios está feliz.
A Jesús le agradan las flores, puedo sentirlo sonreír y también puedo ver cómo irradia amor y bendice infinitamente a la joven cuyo vientre revela que pronto traerá una nueva vida al mundo.
Me pregunto por un momento y reflexiono, porque extraño es ver a una futura madre (y a cualquier persona) que venga al templo con una sonrisa y plenamente confiada. Que mire a Jesús con total confianza, sí; porque ese es el rasgo más notorio: no hay angustia ante lo desconocido en sus ojos, tampoco existe inquietud alguna en su expresión; pareciera que ella no viene a pedir nada y que simplemente ha llegado para una visita, desprovista de otra intención.
Han sido apenas cinco minutos. Pero cinco minutos que quisiera experimentar alguna vez... Atrás queda el ramo y la sonrisa de Jesús cuando ella parte, dejándome la ternura y el silencio.
Me rindo ante la evidencia silenciosa y pienso: Sor Faustina tenía razón:
¡Cuánto ama Dios a las almas confiadas!
No mira ni a derecha ni a izquierda, sino que pasa de largo por entre las imágenes (incluido el Cristo resucitado del altar principal) y cae de rodillas ante el sagrario.
Las flores son para Jesús Sacramentado, indudablemente, y lo sé porque siento brotar en el silencio y la quietud la emoción sublime del Dios que se siente amado.
No son rosas, ni orquídeas, apenas unas margaritas, claveles y cualesquiera otras humildes flores que rellenan el vacío poblado de verdor. Flores económicas, dirían los más; pero eso no importa, porque Dios está feliz.
A Jesús le agradan las flores, puedo sentirlo sonreír y también puedo ver cómo irradia amor y bendice infinitamente a la joven cuyo vientre revela que pronto traerá una nueva vida al mundo.
Me pregunto por un momento y reflexiono, porque extraño es ver a una futura madre (y a cualquier persona) que venga al templo con una sonrisa y plenamente confiada. Que mire a Jesús con total confianza, sí; porque ese es el rasgo más notorio: no hay angustia ante lo desconocido en sus ojos, tampoco existe inquietud alguna en su expresión; pareciera que ella no viene a pedir nada y que simplemente ha llegado para una visita, desprovista de otra intención.
Han sido apenas cinco minutos. Pero cinco minutos que quisiera experimentar alguna vez... Atrás queda el ramo y la sonrisa de Jesús cuando ella parte, dejándome la ternura y el silencio.
Me rindo ante la evidencia silenciosa y pienso: Sor Faustina tenía razón:
¡Cuánto ama Dios a las almas confiadas!
